María Esther Vázquez es una de las grandes escritoras argentinas. Es autora de libros de cuentos y biografías. Entre sus publicaciones figuran El mundo de Manuel Mujica Láinez, Para un jardín cerrado, Invenciones sentimentales y Borges Esplendor y derrota. Lo último que escribió fue Borges sus días y su tiempo.
De pie, inclinada sobre el pupitre del atril, una mujer escribe. El cuarto es pequeño y el techo muy bajo; tanto, que si ella levantara el brazo podría rozarlo con la mano. Por la estrecha ventana entra la luz gris del invierno y debajo arde la leña en el brasero. Ella aparenta treinta años, viste una camisola larga, lleva el pelo claro trenzado sobre la nuca y en el rostro armónico y limpio de maquillaje brillan los ojos azules. Escribe sobre pergamino, más bien dibuja letras. Arriba del pupitre hay plumas de ganso y un vaso con tinta negra con olor a tanino. Trabaja casi todos los días, desde que sale el sol hasta que se oculta; está redactando un tratado: Manual para mis hijos.
De esta dama, que se llamó Dhuoda y habitó en el oeste de Francia, sabemos que escribió el manual entre el 30 de noviembre del 841 y el 2 de febrero del 843 para sus hijos Guillermo y Bernardo -el primero, un adolescente; el segundo, un niño-. Se trata de un libro educativo donde se mezclan ejemplos de solidaridad, amor al prójimo y buena conducta con lecciones de aritmética, de filosofía, de versificación, de orfebrería, citas de la Biblia y de grandes poetas y dramaturgos latinos. Es asombroso y admirable el dulce respeto con que se dirige a sus hijos: “Humildemente, les sugiero y los exhorto a conquistar el reino de la sabiduría...” Sus consejos son positivos y actuales: “Eviten el trato con quienes en apariencia triunfan en el mundo y son ricos en bienes y, sin embargo, en virtud de una oscura malicia no dejan de envidiar y destrozar a los demás cuanto pueden y eso fingiendo honestidad. No los frecuenten; esos males pueden contagiarse en espíritus tiernos, no formados todavía”.
El Manual de Dhuoda, muy útil a varias generaciones, fue divulgado por Guillermo, uno de sus nietos, fundador en el 910 de la famosísima abadía de Cluny.
Hasta el siglo XIV la enseñanza, la conquista del reino de la sabiduría, estuvo en la mayoría de los casos en manos de mujeres. En los monasterios, dirigidos por abadesas, se impartía instrucción a niños y niñas por igual, desde los ocho años. Si eran hijos de nobles pagaban la educación; si de pobres campesinos, se les daba gratuitamente. Fueron célebres las abadías gobernadas por monjas, una de las más famosas fue la benedictina de Fontevrault, también en Francia, en el valle del Loire. La abadesa, la viuda Petronilla de Chemillé (linda, inteligente y excelente educadora), fue elegida para el cargo en 1115, cuando sólo tenía veintidós años y lo conservó durante dieciocho, hasta su muerte. Hay una larga lista de mujeres muy cultas en los siglos XII y XIII. Eloísa, niña prodigio y joven sabia, pasó a la historia por su relación amorosa con Abelardo, y la consiguiente ira castradora que ésta desató en sus hermanos, quienes despojaron al pobre Abelardo de sus atributos viriles con dos golpes de cuchillo.
El advenimiento del siglo XIV, del Renacimiento y la influencia de la Universidad cambiaron el criterio educativo; Felipe de Novara, Francesco de Barberino y otros “genios de la época” optaron por mantener a las niñas en la ignorancia de todo lo que no fuera cocina y las diferentes labores domésticas y rurales. La instrucción se convertirá a lo largo de seis siglos en patrimonio exclusivo de los hombres.
En el siglo XVIII aparecen los salones literarios con una Madame de Sevigné en Europa y algo más tarde con una Mariquita Sánchez de Thompson entre nosotros. El siglo XIX padeció una doble calamidad. Por un lado, el pacato escándalo de la sociedad victoriana, en el cual nombrar las prendas interiores femeninas o las diversas partes del cuerpo de una mujer se consideraba sinónimo de obscenidad. Contaba Borges que su abuela inglesa, cuando el médico le preguntó si le dolía el estómago o el vientre, contestó: “Las inglesas, doctor, no tenemos estómago y, muchos menos, vientre”. La otra calamidad del siglo fue la inhumana explotación de mujeres y de niños en nombre del progreso de la industrialización. Con el siglo XX, obligadas por las atroces consecuencias de las dos guerras mundiales, las mujeres se vieron obligadas a hacer y aprender todo. Hoy, sobre el filo del siglo XXI, no sé si es una utopía pensar que hombres y mujeres, si lo intentamos, podríamos hacer realidad el deseo de aquella pacífica dama del IX: conquistar el reino de la sabiduría -no todo, tarea imposible- pero sí una parte, sin olvidar la solidaridad y el amor al prójimo.
Por María Esther Vázquez.
fuente: parati.com.ar
De pie, inclinada sobre el pupitre del atril, una mujer escribe. El cuarto es pequeño y el techo muy bajo; tanto, que si ella levantara el brazo podría rozarlo con la mano. Por la estrecha ventana entra la luz gris del invierno y debajo arde la leña en el brasero. Ella aparenta treinta años, viste una camisola larga, lleva el pelo claro trenzado sobre la nuca y en el rostro armónico y limpio de maquillaje brillan los ojos azules. Escribe sobre pergamino, más bien dibuja letras. Arriba del pupitre hay plumas de ganso y un vaso con tinta negra con olor a tanino. Trabaja casi todos los días, desde que sale el sol hasta que se oculta; está redactando un tratado: Manual para mis hijos.
De esta dama, que se llamó Dhuoda y habitó en el oeste de Francia, sabemos que escribió el manual entre el 30 de noviembre del 841 y el 2 de febrero del 843 para sus hijos Guillermo y Bernardo -el primero, un adolescente; el segundo, un niño-. Se trata de un libro educativo donde se mezclan ejemplos de solidaridad, amor al prójimo y buena conducta con lecciones de aritmética, de filosofía, de versificación, de orfebrería, citas de la Biblia y de grandes poetas y dramaturgos latinos. Es asombroso y admirable el dulce respeto con que se dirige a sus hijos: “Humildemente, les sugiero y los exhorto a conquistar el reino de la sabiduría...” Sus consejos son positivos y actuales: “Eviten el trato con quienes en apariencia triunfan en el mundo y son ricos en bienes y, sin embargo, en virtud de una oscura malicia no dejan de envidiar y destrozar a los demás cuanto pueden y eso fingiendo honestidad. No los frecuenten; esos males pueden contagiarse en espíritus tiernos, no formados todavía”.
El Manual de Dhuoda, muy útil a varias generaciones, fue divulgado por Guillermo, uno de sus nietos, fundador en el 910 de la famosísima abadía de Cluny.
Hasta el siglo XIV la enseñanza, la conquista del reino de la sabiduría, estuvo en la mayoría de los casos en manos de mujeres. En los monasterios, dirigidos por abadesas, se impartía instrucción a niños y niñas por igual, desde los ocho años. Si eran hijos de nobles pagaban la educación; si de pobres campesinos, se les daba gratuitamente. Fueron célebres las abadías gobernadas por monjas, una de las más famosas fue la benedictina de Fontevrault, también en Francia, en el valle del Loire. La abadesa, la viuda Petronilla de Chemillé (linda, inteligente y excelente educadora), fue elegida para el cargo en 1115, cuando sólo tenía veintidós años y lo conservó durante dieciocho, hasta su muerte. Hay una larga lista de mujeres muy cultas en los siglos XII y XIII. Eloísa, niña prodigio y joven sabia, pasó a la historia por su relación amorosa con Abelardo, y la consiguiente ira castradora que ésta desató en sus hermanos, quienes despojaron al pobre Abelardo de sus atributos viriles con dos golpes de cuchillo.
El advenimiento del siglo XIV, del Renacimiento y la influencia de la Universidad cambiaron el criterio educativo; Felipe de Novara, Francesco de Barberino y otros “genios de la época” optaron por mantener a las niñas en la ignorancia de todo lo que no fuera cocina y las diferentes labores domésticas y rurales. La instrucción se convertirá a lo largo de seis siglos en patrimonio exclusivo de los hombres.
En el siglo XVIII aparecen los salones literarios con una Madame de Sevigné en Europa y algo más tarde con una Mariquita Sánchez de Thompson entre nosotros. El siglo XIX padeció una doble calamidad. Por un lado, el pacato escándalo de la sociedad victoriana, en el cual nombrar las prendas interiores femeninas o las diversas partes del cuerpo de una mujer se consideraba sinónimo de obscenidad. Contaba Borges que su abuela inglesa, cuando el médico le preguntó si le dolía el estómago o el vientre, contestó: “Las inglesas, doctor, no tenemos estómago y, muchos menos, vientre”. La otra calamidad del siglo fue la inhumana explotación de mujeres y de niños en nombre del progreso de la industrialización. Con el siglo XX, obligadas por las atroces consecuencias de las dos guerras mundiales, las mujeres se vieron obligadas a hacer y aprender todo. Hoy, sobre el filo del siglo XXI, no sé si es una utopía pensar que hombres y mujeres, si lo intentamos, podríamos hacer realidad el deseo de aquella pacífica dama del IX: conquistar el reino de la sabiduría -no todo, tarea imposible- pero sí una parte, sin olvidar la solidaridad y el amor al prójimo.
Por María Esther Vázquez.
fuente: parati.com.ar
Comentarios
Publicar un comentario